No hubo gritos, ni siquiera
palabras despectivas... Lo único que le diste y que ahora le hace daño es la
ausencia de tu mirada sobre su sonrisa. Todo lo demás fue simple, noble,
bonito; más que suficiente para alguien como ella.
Simplemente os conocisteis en el
lugar inesperado, en el momento inadecuado. Fue amor a primera vista pero, a
pesar de no gustarte, preferiste bailar con la prudencia; todo por acabar de la
mano de aquella que de verdad te importaba.
Y, por empezar jugando limpio, el
tiempo te pisó los pies y no pudiste llegar a tener un vals con la que tú
querías. Fue otro quien consiguió tirar de su brazo y robarle un beso al final
de la canción.
Mientras tanto tú, en el fondo de
la sala, notabas que él no la quería; ni agarraba su cintura, ni le susurraba
cosas al oído... tampoco la miraba como tú lo hacías. Y eso te llevó a jugar
sucio.
Él la dejó sola y ella, al darse
la vuelta, se fijó en que seguías allí. Entonces fue y, aunque le dijiste que
no, insistió en que tus ojos eran verdes.
Tú te reíste, os hicisteis un
millón de promesas en diez palabras y mientras ella se acercaba a examinarte el
color de alrededor de la pupila, conseguiste probar sus labios. Y ella los
tuyos...
Pero entonces llegó aquel que la
tenía agarrada del brazo desde un principio. Y sin saber por qué, ella no pudo
soltarse de él, aunque seguía queriendo estar a tu lado.
Tú, capaz de revolver toda la
arena del mar hasta encontrar una lágrima suya, conseguiste hacerla llorar
tanto como la hiciste reír. Y ahora, después del resbalón con el agua caída de
sus mejillas, a ella sólo le queda, desde el suelo, mirar el dibujo que tiene
en su pared y pensar que ya no podrá convencerte de que tus ojos, para ella,
siempre fueron y serán de tu color favorito.