domingo, 4 de septiembre de 2011

neither-stone-nor-ice.


   Pregúntale a cualquiera de mis amigos si es fácil hacerme llorar, si suelo asustarme, si me han visto muchas veces derrumbada... No hace falta que lo hagas porque te respondo yo rotundamente que no. No por nada, es que es cierto; si se trata de mí, me importa todo una mierda. Así que ya me pueden hacer lo que quieran, que seguiré tan imperturbable como siempre. 

   Ahora, que yo aparente ser de piedra no quiere decir que, en el fondo, lo sea. De hecho, padezco una enfermedad: empatía. Y te preguntarás cómo puede ser eso posible si se supone que es una cualidad. Te lo explico: un poco está bien, pero la mía brota por mis venas en cantidades demasiado abundantes. Odio el mal ajeno, detesto ver sufrir a los demás y no soporto escuchar llantos. Nunca le deseé el mal a nadie y nunca se lo desearé ni a mi peor enemigo porque no. Porque si se trata de los demás es diferente. Mi mundo se para si mi prójimo se encuentra peor que yo; se para de golpe y los frenazos que da cuando se detiene sí que me hacen llorar como un bebé. Pero he de decir que es mucho mejor esto que el extremo opuesto. 

   Todos hoy día crecemos en una sociedad en la que la vacuna contra la empatía ha conseguido erradicar este sentimiento por completo. Y sólo unos pocos somos los enfermos, los casos perdidos que no han hallado la cura. De lo que no se dan cuenta aquellos a los que la empatía no les compete en absoluto, es que hay un efecto secundario a largo plazo en dicha vacuna: el frío. Los que gozan de esa "cura" se acaban convirtiendo en estatuas de hielo.

   Y no sé si os habréis dado cuenta pero el hielo, tarde o temprano, acaba por derretirse. Gota tras gota cae al suelo como si de lágrimas se tratase. Pero no lágrimas por los demás, sino por ellas mismas, por culpa de lo que son; frías estatuas a las que nadie quiere acudir, porque... ¿quién quiere llorar sobre un hombro helado? Nadie.

Por eso prefiero ser una enferma que llora al ver una película en lugar de una privilegiada que, al final, se acabará convirtiendo en un charco de agua en el salón.



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